De pequeño disfrutaba mucho con las películas de aventuras. Ese tipo de películas en las cuales los sobrevivientes de un naufragio quedaban en una isla desierta y solo sobrevivían mancomunando sus fuerzas y compartiendo sus víveres, el mensaje era claro: Para sobrevivir la solidaridad es imprescindible.
Poco a poco la vida nos va quitando esa ingenua manera de pensar, nos hace ver que el progreso se basa en la competencia por los recursos más escasos, aquel que domine la fuente de estos recursos dominará la lucha por la supervivencia. La idea de la solidaridad entonces desvanece y comienza a crecer la noción de éxito individual, es imposible tener éxito de manera individual siendo solidario. Solo uno puede ser el humano alfa, los demás, se reparten el resto del alfabeto griego.
Incentivados por todas las señales que recibimos del entorno nos sumergimos en una carrera interminable, la carrera por ser los primeros. No hay testigo que pasar aquí, uno corre solo y contra todos, si alguien tropieza y se cae queda automáticamente excluido a menos que, como en “Carrozas de fuego”, tenga el ánimo de ponerse en pie y correr con más brío.
A veces, solo a veces, alguno se detiene y comienza razonar acerca del juego. Descubre que las viejas buenas palabras, solidaridad, compasión, han desaparecido. Descubre que las viejas películas de aventuras nos enseñaban exactamente lo contrario a lo que se está haciendo, descubre que la tierra es una isla en un océano increíblemente extenso y que la humanidad es un conjunto de náufragos y que deberían adoptar las viejas buenas reglas del superviviente para llegar a buen puerto.
Y luego uno se acuerda de haber leído “El señor de las moscas” y la lección que ese relato incluía en su argumento. Si no hay autoridad la autoridad se crea, si no hay autoridad la autoridad se crea con innumerables vicios y defectos, surgen líderes que para unir a la manada inventan juegos de guerra, inventan un enemigo. Cuando el instinto se adueña de la razón en su beneficio, surge el humano alfa y no puede existir un humano alfa si los demás no aceptan que posee este derecho, el derecho a ser el primero.
Si aceptamos, entonces, que la civilización es lo opuesto al instinto, descubrimos que civilización no es sinónimo de tecnología, sino de humanismo. Esto implica que el ser humano se civiliza cuando acepta que existe un comportamiento instintivo, que existe una tendencia primordial a querer elevarnos sobre el otro para decidir por el otro y para mandar sobre el otro. Nada es más instintivo que el ansia de poder porque quien posee poder se asegura, tal vez, de transmitir su caudal genético a las generaciones venideras. El ser humano se civiliza cuando acepta este comportamiento y toma medidas para controlar sus efectos, para minimizar su impacto de esta forma de actuar en su entorno.
Podríamos decir, entonces, que la existencia de solidaridad, que el grado de solidaridad es una medida de civilización más acertada que los avances tecnológicos o el crecimiento económico. Podríamos decir que vindicar el compartir como virtud es iniciar el proceso hacia un estadio más avanzado de civilización, es iniciar el camino correcto.
Aceptar que no hay trabajos más o menos importantes sino más o menos cómodos, aceptar que todos los engranajes de un reloj ayudan a que este sea más o menos exacto, nos da una idea de la totalidad que somos. No existirían los prescindibles en esta isla llamada mundo si no nos dejásemos arrastrar por el instinto, si el afán de dominar se viese como lo que es, un regreso a los principios animales que alguna vez rigieron el comportamiento humano cuando este ni siquiera sabía encender el fuego.
La vieja lucha entre el bien y el mal bien podría ser definida como una lucha entre empatía y egoísmo, donde jamás debería ganar el yo sino el nosotros.
Poco a poco la vida nos va quitando esa ingenua manera de pensar, nos hace ver que el progreso se basa en la competencia por los recursos más escasos, aquel que domine la fuente de estos recursos dominará la lucha por la supervivencia. La idea de la solidaridad entonces desvanece y comienza a crecer la noción de éxito individual, es imposible tener éxito de manera individual siendo solidario. Solo uno puede ser el humano alfa, los demás, se reparten el resto del alfabeto griego.
Incentivados por todas las señales que recibimos del entorno nos sumergimos en una carrera interminable, la carrera por ser los primeros. No hay testigo que pasar aquí, uno corre solo y contra todos, si alguien tropieza y se cae queda automáticamente excluido a menos que, como en “Carrozas de fuego”, tenga el ánimo de ponerse en pie y correr con más brío.
A veces, solo a veces, alguno se detiene y comienza razonar acerca del juego. Descubre que las viejas buenas palabras, solidaridad, compasión, han desaparecido. Descubre que las viejas películas de aventuras nos enseñaban exactamente lo contrario a lo que se está haciendo, descubre que la tierra es una isla en un océano increíblemente extenso y que la humanidad es un conjunto de náufragos y que deberían adoptar las viejas buenas reglas del superviviente para llegar a buen puerto.
Y luego uno se acuerda de haber leído “El señor de las moscas” y la lección que ese relato incluía en su argumento. Si no hay autoridad la autoridad se crea, si no hay autoridad la autoridad se crea con innumerables vicios y defectos, surgen líderes que para unir a la manada inventan juegos de guerra, inventan un enemigo. Cuando el instinto se adueña de la razón en su beneficio, surge el humano alfa y no puede existir un humano alfa si los demás no aceptan que posee este derecho, el derecho a ser el primero.
Si aceptamos, entonces, que la civilización es lo opuesto al instinto, descubrimos que civilización no es sinónimo de tecnología, sino de humanismo. Esto implica que el ser humano se civiliza cuando acepta que existe un comportamiento instintivo, que existe una tendencia primordial a querer elevarnos sobre el otro para decidir por el otro y para mandar sobre el otro. Nada es más instintivo que el ansia de poder porque quien posee poder se asegura, tal vez, de transmitir su caudal genético a las generaciones venideras. El ser humano se civiliza cuando acepta este comportamiento y toma medidas para controlar sus efectos, para minimizar su impacto de esta forma de actuar en su entorno.
Podríamos decir, entonces, que la existencia de solidaridad, que el grado de solidaridad es una medida de civilización más acertada que los avances tecnológicos o el crecimiento económico. Podríamos decir que vindicar el compartir como virtud es iniciar el proceso hacia un estadio más avanzado de civilización, es iniciar el camino correcto.
Aceptar que no hay trabajos más o menos importantes sino más o menos cómodos, aceptar que todos los engranajes de un reloj ayudan a que este sea más o menos exacto, nos da una idea de la totalidad que somos. No existirían los prescindibles en esta isla llamada mundo si no nos dejásemos arrastrar por el instinto, si el afán de dominar se viese como lo que es, un regreso a los principios animales que alguna vez rigieron el comportamiento humano cuando este ni siquiera sabía encender el fuego.
La vieja lucha entre el bien y el mal bien podría ser definida como una lucha entre empatía y egoísmo, donde jamás debería ganar el yo sino el nosotros.
2 comentarios:
hola Sergio;
estoy absolutamente de acuerdo que como principio civilatorio deberia de priorizarse "el compartir" por placer de diversificar... y el "ego" individual sólo como un accidente de mi individualidad que no es "nunca" la totalidad, sino el principio para aceptar la parcialidad y nuestro deseo de conocer la diferencia incluso en los errores...
pues es cierto!! somo lúdicos y también falaces, y necesitamos alimento y conocimiento y arte e interactuar con el mundo...
¿por qué serguirnos jodiendo la existencia?
(me moviste la entraña)
un abrazo hermano
Me ha encantado leerte hoy. Ha sido reconfortante.
Un beso,
S
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